DIME CÓMO HABLAS Y TE DIRÉ QUIÉN ERES
Para conocer a una persona a fondo no hay nada tan eficaz como permitirle que hable: la boca habla de lo que se anida en el corazón. Así como hay personas a las cuales es un placer escucharlas, hay otras que dan pena, porque manifiestan, a través de su lenguaje, un inmenso vacío interior. Basta comenzar con el tipo de palabras vulgares y bajas que utilizan. Muchos piensan que sus argumentos van a tener más peso, mientras más cochinas sean sus expresiones. Otros creen incluso que, mientras más rastrera sea su forma de hablar, más hombres son. Hasta las mujeres se han liberado del sentido de la decencia y es común oírlas hablar, con la mayor tranquilidad, utilizando formas de expresión de las más bajas, reservadas en otro tiempo a los hombres y no a cualquier hombre, sino a aquellos que, de seguro, no tuvieron la oportunidad de contar con unos padres, un maestro, o alguien que cultivase sus buenos modales. No hablemos de los niños y niñas, porque no es raro haber tenido la experiencia de que, para conocer el significado de cualquiera vulgaridad, se haya tenido que recurrir a ellos o ellas: se las saben toda. Hay niños y niñas que todavía no han soltado el biberón y, desgraciadamente, las primeras palabras que aprenden a pronunciar están repletas de una carga prosaica deprimente. Además de ser expresión de grosería, las vulgaridades generalmente están cargadas de agresividad y violencia, fruto de una desarticulación interna del espíritu que ha perdido su serenidad, su paz interior. La convivencia humana se ha ido sobrecargando de violencia que tiene como secuela una actitud de rechazo de los demás y que se manifiesta más sintomáticamente en la comunicación verbal. Las naciones se ofenden unas a otras y se contraacusan; el lenguaje cortés, al menos disimulado, de la diplomacia, se llena con frecuencia de violencia. Dentro de la misma nación, los partidos, entre sí y dentro de sí, son campo de polémica agresiva, que desconoce el valor de la dignidad. Hasta las mismas familias, que deberían ser santuario de amor, no es raro que confronten con frecuencia peleas, gritos y momentos de relaciones desagradables, echando de lado las expresiones de cariño. Otro uso descontrolado de la lengua lo constituye la murmuración y los chismes, que a nadie le gustan, pero que a todos entretienen. Y parece que efectivamente es así, si atendemos a la general acogida que tienen, y a su carácter contagioso. Hay lenguas que se asemejan a tijeras bien afiladas, preparadas para descuartizar a todo el que encuentren por delante. Son personas que saben todo de todos, aunque parecen ignorar de si mismas hasta sus más grandes defectos. Mucho más lamentable todavía es el caso en que la murmuración y el chisme se convierten en calumnia, es decir, cuando se dice de los demás o a los demás lo que, además de ir en detrimento de alguien, de su integridad moral y buena fama, es una falsa acusación. Una norma concreta para evitar la murmuración, el chisme y la calumnia es hablar sólo bien de quien se encuentra ausente o no hablar de esa persona. Hay todavía otro elemento que hace que la comunicación verbal, en lugar de estrechar los lazos de amistad y la simpatía mutua, sea causa de pleitos y de separación. Se trata de la mentira. El mentiroso ha convertido su lengua en un arma que destruye la armonía y la confianza. La mentira no es algo extraño en la sociedad, al contrario es una mercancía que encuentra muchos clientes. Con frecuencia los niños y las niñas van ya aprendiendo el arte de mentir desde el seno de sus madres. La hipocresía, tan desechada por las personas de nobles sentimientos, no es más que una forma mentirosa de relacionarse con los demás, hacer creer una cosa cuando en realidad es otra. Los intereses económicos, políticos y sociales hacen no raras veces de la mentira su arma más segura, sobre todo cuando como norma moral no se tiene otra que el principio maquiavélico que considera que el fin justifica los medios. El que se acostumbra a mentir, difícilmente podrá liberarse de ese vicio. Es más, probablemente llegará al extremo de creerse él mismo las mentiras que dice. Los demás, por su parte, apenas podrán discernir cuándo el mentiroso dice la verdad y cuándo dice mentira. El apóstol Santiago, en el capítulo tercero de su carta, compara la lengua al pequeño timón, que a pesar de su pequeñez es capaz de gobernar y dirigir el barco, por grande que sea. Así es también la legua; pequeña, pero con una fuerza extraordinaria. Santiago añade también que todas las fieras, las aves, los reptiles y animales del mar han podido ser domados por los seres humanos, pero da la impresión de que la persona humana no es capaz de domar su lengua. Esta se convierte a veces en un mar turbulento y se llena de veneno mortífero. De la misma boca puede proceder entonces la bendición y la maldición. La lengua es el espejo por donde la persona se refleja a los demás. Muchas veces ese espejo está manchado y enturbiado, por las formas vulgares de hablar, las palabras agresivas, la mentira y la calumnia. Pero la boca habla de lo que tiene el corazón, de manera que con toda certeza se puede decir; dime cómo hablas. . . y te diré quién eres. |
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